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Un laberinto eterno

“Los duros riscos, las calvas sierras y el cielo laminar delinean un paisaje de un mundo que parece haber traspasado los siglos sin cambiar su rostro. A veces, en el suelo cretense, uno siente que es extraño encontrarse un anuncio de Coca-cola y que lo más normal sería toparse con un desnudo minotauro rugiendo entre las rocas y sediento de sangre humana. Gritarías convocando al bravo Teseo”. (Javier Reverte, Corazón de Ulises, 1999)

Tenía enorme curiosidad por viajar a Creta, la parte que me faltaba para conocer los principales lugares de Grecia. Pensé que, de alguna forma, pisar esta enorme isla suponía ir al prólogo de una historia que después conocemos bien gracias a los clásicos como Homero y a los libros que empezamos a leer en la facultad. Encontré lo más parecido a un laberinto suspendido en el tiempo. Literario, histórico, paisajístico, urbano… 

Al margen de su vertiente arqueológica, patear Creta es también fundamental para hacerse una idea del moderno Estado heleno. La isla es como una inmensa roca gigante y alargada varada en mitad del Mediterráneo que, conforme te acercas, muestra una interminable sucesión de montañas y valles repletos de olivos, la base en la que se sustenta su economía local, el aceite, junto con el turismo que llena sus playas y la costa norte. Tiene una población repartida entre sus varias ciudades marítimas y el interior rural y, como suele suceder en casi todas las islas, el conjunto forma un microcosmos particular dotado, eso sí, de una incuestionable helenidad a la que sus habitantes se aferran tirando, sobre todo, de su pasado -por oposición a los invasores, en especial los turcos, cuyo legado es palpable- y de la religión -griega ortodoxa-.

Pithos o vasija grande con inscripciones de lineal A, en el museo de Heraclión.

La sílaba escrita en un mundo exótico

Por encima de otras poderosas razones para visitar la isla, vuelvo a la Antigüedad para dar vueltas a Grecia y en este caso a Creta, como hizo Javier Reverte en su fabuloso ‘Corazón de Ulises’. Si algo me apetecía, al margen de ver de cerca el exotismo de la civilización minoica, era entender con ello un poco más acerca de los primeros métodos de escritura de todo el continente europeo, hallados en esta isla y pertenecientes al segundo milenio antes de Cristo: en Creta se han encontrado varios sistemas de pictogramas y silabarios, algunos de los cuales a día de hoy siguen sin ser descifrados -todo un laberinto lingüístico-, entre ellos un primer alfabeto silábico del que también existen muestras fuera de la isla (el lineal A). Otro silabario, este sí desvelado (el lineal B), constituye la primera muestra escrita en griego micénico, que siglos después daría lugar al griego antiguo. Hablamos de tablillas con escrituras contables y administrativas, lejos de una mínima redacción literaria, pero la evidencia es fascinante. Asimismo, en esta isla se conserva, labrado en piedra, el primer compendio de leyes del mundo griego clásico.

Dice en su libro Reverte, y no le falta razón, que los cretenses de la Antigüedad que Arthur Evans llamó civilización minoica fueron unos inmejorables transmisores de conocimiento entre los mundos egipcio, asiático y lo que sería el europeo, un puente cultural. Creta “expandió en las tierras y las islas de Grecia cuanto recibía de fuera”, añade, en esta explicación para entender el papel de una cultura de la que, en realidad, no se sabe demasiado. En todo caso, es interesante conocer de cerca cómo los minoicos contaron con capacidad para crear un conjunto civilizatorio con salida al mar basado en complejos palacios con infraestructuras completas de vivienda, incluidas conducciones de agua corriente, que reconstruyeron tras la erupción del volcán de Tera y desde donde la élite gobernaba al resto de la población mientras esta acudía a sus muros a depositar ofrendas religiosas, o eso contaba en inglés la guía de Cnosos. Este palacio, laberíntico, fue el escenario donde Evans, su descubridor, pensó que sería buena idea reconstruir algunos de sus muros y columnas, igual que varias de sus pinturas; el mismo palacio que vio reinar a Minos, monarca en el que Evans se inspiró para dar nombre a esta civilización y que, a su vez, forma parte de la mitología de la que se haría eco el mismísimo Homero pocos siglos después.

Cnosos se ha convertido desde hace años en uno de los principales reclamos turísticos de la isla y de hecho fue el principal centro de poder minoico, si bien existieron otros recintos similares como Festo, al sur de la isla, igualmente bien conservado y donde se halló un disco con un conjunto indescifrable de signos que puede verse en el museo arqueológico de Heraclión, la capital.

Garganta de Topolia, en dirección al sur.
Playa de Balos, esquivando a la gente.

Un paisaje con “aire de eternidad”

La costa norte concentra los principales núcleos de población, aunque casi la mitad de los habitantes de la isla se mantienen diseminados por un agreste medio rural. Una vez sales del bullicio de la poco agraciada Heraclión o de las más que turistizadas La Canea y Rétino, mirar a cualquier parte y adentrarse en los pliegues de la isla produce una sensación de hacerse diminuto ante un escenario grandioso, rotundo, seco, polvoriento y casi eterno, como si siempre hubiese estado ahí, aunque ahora los pick-ups sustituyan a los antiguos carromatos. Cortados vertiginosos con aristas puntiagudas, rocas ciclópeas, curvas y contracurvas prolongadas en la carretera e interminables campos de olivos, alternando en algunas zonas con cepas de vid y entre medio pueblos más o menos cuidados, más o menos pequeños y a mayor o menor distancia de una pequeña iglesia. Reverte, llegados a este punto y en plena ruta hacia Festo, glosa a Henry Miller cuando decía que aquí “todo está delineado, esculpido, grabado. Incluso las tierras baldías tienen un aire de eternidad”.

Cuenta la leyenda que Teseo venció al Minotauro adentrándose en el laberinto palaciego y con ayuda de Ariadna. La noción laberíntica no sólo se refleja en el imposible diseño de estos palacios minoicos, pareciera que también en cada recodo del terreno. Atravesar cualquiera de los estrechos que conducen hasta el sur de la isla hace recordar que, en efecto, uno se halla en una tierra de titanes, donde se crió el mismísimo y temible Zeus. Imposible reflejarlo mejor que Reverte: “En Creta tienes muchas veces la sensación de que los dioses, los héroes y los monstruos están a la vuelta de cualquier recodo de la carretera, pecando, luchando o asesinando a destajo, mientras los mitos cuelgan rojos del cielo, como un cortinaje imperecedero”.

Este paisaje enrevesado y lapidario se sucede no importa en qué dirección se camine, porque en Creta, igual que le ocurre al sujeto humano, la línea recta nunca es el camino más corto y las curvas son la única forma de avanzar. Tampoco son sencillas las angostas calles de los barrios antiguos de Heraclión, Rétino o La Canea, estas últimas de gran belleza. El interior de la isla es tan imponente que hace que pronto olvides que estás rodeado de agua y eso que el mar siempre parece cerca en kilómetros, pero no tanto en el rato que cuesta alcanzarlo. Para compensar esta dureza existen deslumbrantes playas de arena blanca y aguas de color turquesa, que sirven de remedio para todo y se han convertido en el principal reclamo para los visitantes, sean extranjeros o también griegos.

Ruinas de la antigua ciudad de Falasarna.
Puerto antiguo veneciano de La Canea.

Olivos y olivas arrugadas

La sucesión de olivares con infinitos árboles, grandes y pequeños, destaca por encima de cualquier otro paisaje y resulta interminable, ya sea copando valles y llanuras de generosos campos o en terrazas arañadas a la montaña. Alejados del mar o casi formando parte del paisaje de playas como Falasarna, junto a las ruinas de su antigua ciudad helenística. Sólo las cigarras y su canto eterno rivalizan en protagonismo con los olivos.

Había que probar sus frutos, más allá del estupendo aceite que han cosechado los cretenses desde antiguo, y entonces se produjo una particular revelación, algo que compartí contento con varios lugareños pese a sus rostros, entre indiferentes y algo incrédulos: las olivas negras de Creta, distintas a las afamadas de Kalamata, en el Peloponeso, son muy parecidas, casi idénticas, a las olivas negras de Aragón que tanto extraño en Madrid. Las hay de dos tipos, unas más jugosas y grandes y otras más secas, del todo arrugadas y muy pequeñas, y ambas son casi clavadas a las de mi país. Me sentí feliz, aunque fuera por un segundo, ante semejante coincidencia gastronómica. Quizá debí pensarlo antes y no resulte tan extraño, ya que unas olivas así de arrugadas sólo pueden ser concebidas en tierras tan secas, pétreas y agrestes como las montañas de Creta o las de Teruel. Y puede que esta sea también la razón por la que los panecillos cretenses de sus ensaladas sean duros como el guirlache…

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